miércoles, 16 de diciembre de 2009

¿Es posible la interdisciplinariedad?



La interdisciplinariedad es algo difícil. Empieza por ser dificultosa la simple pronunciación de la palabra (entre paréntesis diré que al hacer la corrección ortográfica de este texto el primer mensaje del ordenador fue que la palabra «interdisciplinariedad» no figuraba en su diccionario). Seguramente habríamos inventado un vocablo menos complicado para designar la idea correspondiente si el asunto fuera menos abstruso. En el plano personal he tenido algunas experiencias en los últimos meses que confirman esta impresión. Por una serie de circunstancias me he sentado a conversar sobre estos asuntos con físicos, biólogos, teólogos, ingenieros y estudiosos de la literatura. Lo único que contrapesó en todos los casos la certeza de no ser mínimamente entendido por ellos fue la sospecha de que a mi vez no conseguía -o tal vez no lo intentaba con la necesaria seriedad- entenderles a ellos. Puesto a ser pesimista diría que es posible que estemos viviendo un segundo episodio de la afamada torre de Babel. Como es sabido, nuestros remotos antepasados intentaron construir un edificio tan alto que llegase hasta el cielo, pero su presunción fue burlada porque se confundieron las lenguas que hablaban, lo que imposibilitó su comunicación y, por ende, el acabamiento de la empresa.

En los últimos tiempos hemos intentado de nuevo llegar hasta el cielo, sólo que esta vez no a base de ladrillos, sino de conocimiento. Cuando parecía que ya habíamos alcanzado los confines del universo con nuestros hallazgos, hete aquí que se produce no la confusión, sino el desmembramiento del saber en disciplinas que se hacen mutuamente irreconocibles y que a la larga tal vez se muestren incapaces de colaborar. El resultado será el mismo: una vez más quedarán frustradas las insensatas esperanzas de la humanidad quedarán frustradas. Se me ocurre un segundo punto de contacto entre la primera y la segunda babel. Tal vez la confusión de las lenguas no se operó mediante un gesto brusco y mágico, sino que, a medida que la torre se hizo más y más alta, fue necesario toda una vida para subir y bajar por ella. La gente empezó a hacerse sedentaria, sin alejarse nunca demasiado del piso en que vivía. Cada vecindad empezó a tener su propio argot, su acento peculiar, sus expresiones características. Con el tiempo, cada cual se entendía solamente con sus vecinos, y sólo con dificultad con los inquilinos de abajo y de arriba: la comunicación entre los que habitaban la base y los de la cúspide se hizo imposible: si éstos pedían andamios, aquéllos les enviaban argamasa, y la construcción tuvo que detenerse.

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